dilluns, 3 de juny del 2019

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 Ajedrez de camuflaje

Una relación entre ajedrez y literatura

Las conexiones del ajedrez con la literatura son innumerables, raíces y ramas de un mismo árbol. Es por ese motivo por el que seguimos buscando más y más ramas, más y más raíces.

Hablo con Ana y le explico que estoy bloqueado, que para este artículo que Marc, con mucha razón me pide para ayer, estoy bloqueado; que no consigo terminarlo. Tengo tantas cosas que contar que solo hago que dar vueltas sobre cómo lo encajo todo. Entro en la biblioteca pública.  Me doy cuenta que estoy sufriendo en mis carnes el Síndrome de Kotov literario. Pienso en la posibilidad de dejar el artículo inacabado, sin cerrar, y de esta manera terminar con el síndrome de una manera definitiva. Sin embargo, se despierta en mí una sensación parecida a la que se tiene al ver unas llaves perdidas o una partida inacabada, y por fin entiendo que el ajedrez aparece como un cabo suelto en la literatura, como algo de lo que tirar.



Me invade una sensación de euforia y voy directo al origen de una nueva rama, esta vez a partir de uno de los libros que más me cautivaron en mi infancia: “Los Viajes de Gulliver”, de Jonathan Swift. Busco entre sus aventuras la cita ajedrecística, pero no la encuentro. Hubiera jurado que existía.  Pienso extrañado que quizá solo me dejé llevar por una imagen recurrente del ajedrez, aquella de los peones atando al rey, emulando a los pequeños liliputienses en la historia de Gulliver. Lástima.



Justo al lado, en la misma estantería, encuentro un libro de los relatos de Sigismund Krzyzanowski (1887-1950).

Escritor nacido en Kíev, y conocido por no ser conocido. Escribió muchísimo en vida, y jamás fue publicada ninguna de sus novelas, sólo algunos cuentos y estudios en revistas especializadas.

Leo con sorpresa en el prólogo, que Sigmund no se resignó a escribir “para el cajón” y creó el guion en 1933 de “El nuevo Gulliver”, una película de dibujos animados que obtuvo un gran éxito. Sigmund Krzyzanowsky no figuró en los créditos. Lo suyo parece que era el anonimato.  Lo subterráneo.



Pero la relación con Gulliver y Swift no termina aquí. Krzyzanowsky escribió su visión personal de las aventuras de Swift en dos cuentos, dentro de la reinterpretación, llamada “sovietización”, que se hizo de la obra entre 1922 y 1933.

El título del primero es tan evocador como “Gulliver ischet raboty” (“Gulliver busca trabajo”), y el segundo, que es el que nos interesa: “Moya partiya s korolem velikanov” (“Mi partida de ajedrez con el rey de los gigantes”). En éste, Gulliver juega contra el rey de los gigantes, y se da cuenta que no puede ganar ya que, incluso dándole jaque mate al rey; éste protesta, desmonta el tablero y lo encierra en la caja con el resto de piezas. Más tarde, el rey pide una revancha y Gulliver entiende que debe dejarse ganar para poder escapar. Es un relato lleno de sátira y critica a la censura a la que se veía expuesta su obra. Sigmund Krzyzanowsky usa el ajedrez, y la medida de las cosas, como metáfora del totalitarismo.

Sigo tirando de la rama Gulliveriana y descubro que vuelve a aparecer el ajedrez en otra interpretación de la obra.

En 1960 se estrenó una película llamada “Los 3 mundos de Gulliver”, dónde se interpretaba libremente la novela de Swift. En ella, rodada en parte en Ávila, aparece el ajedrez como llave para la salvación de Gulliver. El ajedrez resulta ser el único combate justo entre el rey de los gigantes y el pequeño Gulliver.



Llegados a este punto, parece que la rama Gulliveriana está dando sus frutos, pero de un modo inesperado. Si bien no aparece el ajedrez directamente en la obra de Swift, parece que existe un ajedrez subterráneo, camuflado en su obra, un ajedrez que nutre a la literatura, un ajedrez que, como Krzyzanowsky, no aparecía en los créditos y parecía condenado al anonimato.



El golpe definitivo lo vuelve a asestar Ana, que al comentarle lo encontrado me cuenta que eso ella ya lo sabía, que lo había visto en Valencia. No me da más datos y voy corriendo a internet. No doy crédito a lo que veo. En Valencia existe el Parque Gulliver. Un parque en el que se encuentra una estatua gigante de Gulliver, en cuyo cuerpo se puede hacer prácticamente de todo, y que nos convierte en liliputienses automáticamente. Al lado de esta gran escultura-parque, se encuentra, no casualmente, un tablero de ajedrez gigante. Otra vez el ajedrez junto a Gulliver. El ajedrez subterráneo del que había que tirar hacia la superficie.
Una vez aquí, la pregunta es la siguiente: ¿Existe pues, un ajedrez escondido en la literatura?


Me voy a la cama con esta pregunta entre los dientes y no consigo dormir. Tampoco es ninguna novedad. Me pongo delante del ordenador y mi síndrome se agudiza. Definitivamente tendré que ir al médico y explicarle que sufro el Síndrome de Kotov literario. Se lo contaré a las abuelas en la sala de espera.

Imagino a mi doctora recetándome remedios extraños: 2 partidas de Alekhine diarias y unas cuantas páginas de Ambros Bierce, por ejemplo.

Salgo de casa para dar un paseo nocturno, en busca del sueño, y se me pasa por la cabeza Roberto Bolaño, que solía pasear por la costa brava antes de colocarse delante de su máquina de escribir.



Al llegar a casa, entro con sigilo y busco un poco de ajedrez en “2666” de Bolaño, la que para la mayoría de expertos es su gran obra. La verdad es que nunca la he leído completa. Ojeo sus páginas en busca de peones, alfiles o jaques. Se resbala de mis manos y me cae encima del pie. Es ahora más que nunca cuando entiendo porque Bolaño hablaba de la literatura como “un oficio peligroso”.  Ana se ha despertado y no entiende qué hago a esas horas saltando como un indio apache.

Pensándolo mejor, Bolaño también tuvo una época al margen de la literatura. Una época subterránea. Fue un escritor con un gran número de obras sin publicar. Un escritor que veía un misterio a resolver en cualquier giro que aparecía en su vida, como un problema de ajedrez. Al cabo de buen rato leyendo la magnética novela encuentro el siguiente párrafo:

“Deseo viajar, dijo. Al día siguiente Ingeborg tramitó su pasaporte y Archimboldi consiguió dinero entre sus amigos. Primero estuvieron en Austria y luego en Suiza y de Suiza pasaron a Italia. Visitaron, como dos vagabundos, Venecia y Milán, y entre ambas ciudades se detuvieron en Verona y durmieron en la pensión donde durmió Shakespeare y comieron en la trattoria donde comió Shakespeare, y que ahora se llamaba Trattoria Shakespeare, y también fueron a la iglesia donde solía ir Shakespeare a meditar o a jugar al ajedrez con el cura párroco, puesto que Shakespeare, al igual que ellos, no hablaba italiano, aunque para jugar al ajedrez no era necesario hablar italiano ni inglés ni alemán ni siquiera ruso.”

Bolaño no sólo apunta a que Shakespeare jugaba al ajedrez, cuestión que abordaremos en otros artículos; sino, y lo que para mí es más importante, que habla del ajedrez como un lenguaje con entidad propia.

Encontramos pues, en este párrafo de “2666”, el reverso de nuestra pregunta Gulliveresca. Ya no solo nos preguntamos si existe un ajedrez camuflado en la literatura, sino si en el ajedrez, como lenguaje propio, existe una literatura escondida. Creo que más adelante volveré a eso.

Al día siguiente decido automedicarme y cojo un ejemplar de los cuentos completos de Ambrose Bierce. Conocido por su misantropía y su tendencia a lo sombrío.

Abro la primera página y leo el primer relato: “El amo de Moxon”, publicado en 1909, dónde aparece un autómata que juega a ajedrez contra su creador.

En el relato en cuestión, el ajedrez va desvelando un final un tanto inesperado. El ajedrez es la forma que tiene Bierce de humanizar al autómata y darle un eslabón superior más. Es una de las primeras descripciones de un robot en la literatura inglesa.

Claramente inspirado en la historia del Turco, ese autómata creado por Von Kempelen, y que viajó por el mundo retando a los mejores jugadores que se encontraba; de nuevo, el ajedrez aporta temas al resto de las artes, poniendo en evidencia la transversalidad del juego de las 64 casillas. Y no sólo eso, sino que es una de las claves para entender el relato y sus enigmas.


Lo que encuentro más interesante, al leer el reveso del libro, es la desaparición del propio Bierce. Su cadáver nunca fue hallado y se cree que desapareció en algún lugar de centro México. Otro gran cuentista, HP Lovercraft, hace referencia a su desaparición en su novela “El que acecha en el umbral”:

"Ambrose Bierce, y aquí llegamos a algo de naturaleza siniestra (pues Bierce se interesaba en asuntos extraterrenos), desapareció en México. Se dijo que había muerto luchando contra Villa, pero en la época de su desaparición debía de tener más de setenta años y era prácticamente un inválido. Jamás se volvió a saber de él. Esto ocurrió en mil novecientos trece."

Se podría decir que a Bierce “se lo tragó la tierra”.  Seguimos, pues, dando vueltas a lo subterráneo. Quizá por eso no sorprende el saber que, entre sus obras, se encuentra la célebre “El diccionario del diablo”. Así todo queda en casa.

Nuestro árbol subterráneo parece que va cogiendo forma de un modo un tanto extraño.  Swift poco se imaginaba la cantidad de ajedrez camuflado, subterráneo que contenían sus “Viajes de Gulliver”.

Y hablando de desaparecer, o de escritores subterráneos, me viene a la cabeza Patrick Suskind, el célebre autor de “El Perfume” del que poco o nada se sabe,  que prácticamente no concede entrevistas y que ha rechazado varios premios. Volvemos, de nuevo, al anonimato, al camuflaje.

Suskind escribió un relato en 1996 con el título “Un combate”, donde narra una extraña partida de ajedrez entre el “Matador” a priori invencible y un principiante con pocos dotes para el juego.


Recuerdo que nos lo recomendó, en directo en el programa otro cuentista, éste de Barcelona, David Vivancos a quien debería animar a escribir un tratado sobre el cuento ajedrecístico y la magia de la literatura, de lo que estoy seguro que es un experto. De hecho, lo estoy haciendo ahora mismo.

Volvamos al fantasmagórico Suskind y su cuento ajedrecístico.

“Un combate” es una partida desigual en los jardines de Luxemburgo, donde el viejo matador encuentra, por fin, aquello que anhela con más fuerza, su propia derrota, y así poder abandonar por fin las armas ajedrecísticas. Suskind se centra en la descripción psicológica de los personajes y en plasmar todo aquello que pasa en el tablero que no se puede ver. Nos describe todo lo subterráneo. Todas las partidas que hay en una partida. Todo lo literario, a fin de cuentas, que puede suceder en un tablero de ajedrez.

A estas alturas tengo claro que existe un ajedrez en la literatura y una literatura en el ajedrez, y pienso en el síndrome que sufro y en lo que me había recetado la doctora en mi virtual visita médica. Ahora, una vez leído a Ambrose Bierce, para afligir mi síndrome me toca jugar alguna de las partidas de Alekhine, el jugador sin duda para mí más literario que ha existido jamás. Tomaré la recientemente inventada pócima Gulliver.

Al abrir el segundo tomo de sus partidas, recuerdo que una vez leí que, de vez en cuando, cuando Alekhine creía que podrían tener un desenlace más interesante, acababa las partidas que transcribía de un modo distinto a la realidad. Es decir, escribía sus partidas. Y si, como creía Bolaño, el ajedrez es un lenguaje propio que nos cuenta, como hemos visto en Suskind, una o varias historias; Alekhine hacía, sin ningún tipo de duda, literatura. Escribía ajedrez con literatura subterránea. Y he aquí todo el inmenso ajedrez que puede contener la literatura.

No es casualidad pues, que se le otorgue a Alekhine la siguiente frase: “Concibo el ajedrez como arte y no como juego”.


Bioy Casares decía que cuando comenzaba a leer una novela comenzaba a reescribirla, por lo tanto, Alekhine, quizá, cuando empezaba a jugar una partida empezaba a rejugarla, y por lo tanto a reescribirla. Y esa fue la razón, quizás, por la que no le dio revancha a Capablanca durante tantos años, para no reescribir más. Como un síndrome del papel en blanco ajedrecístico.

Tengo la sensación de que me he venido a arriba, y de que la cura del síndrome está casi superada con esta nueva rama de nuestro árbol-bosque-literarioajedrecistico.

Pienso en cómo acabar el artículo y no se me ocurre más que seguir escribiendo. Quizá el síndrome ha mutado y debería estar aislado.

Miro más allá del estudio donde escribo y veo a Ana reconstruyendo una partida de Alekhine junto al tablero de ajedrez. Me dejé el libro encima de la mesa y lo ha estado hojeando. Opto por quedarme en el estudio sin moverme y seguir escribiendo.

Arthur C Clarke, el gran escritor de ciencia ficción, fue uno de los cuentistas más prolíficos de su generación. En 1977 escribió, para el número 1 de la revista de Isaac Asimov un cuento llamado “Cuarentena”, en el que el ajedrez es a la vez una clave y un lenguaje:

“(…)– ¿Infectadas? ¿De qué modo?
Los microsegundos transcurrían lentamente, mientras la Central seguía el rastro de los escasos y desvanecidos recuerdos que se habían filtrado por la Puerta del Censor, cuando los Circuitos de Reconocimiento recibieron la orden de autodestruirse. Tropezaron entonces con un... problema, imposible de analizar durante la existencia natural del Universo. Aunque sólo se refería a seis operadores, se obsesionaron totalmente con él.

 – ¿Cómo es posible?
 – Lo ignoramos, seguramente no lo sabremos jamás. Pero si esos seis operadores son alguna vez redescubiertos, concluirán todos los cálculos racionales.
 – ¿Cómo pueden ser reconocidos? – Tampoco lo sabemos; sólo sabemos que sus nombres se filtraron a través de la Puerta cerrada del Censor. Naturalmente, para nosotros no significa nada.
– Sin embargo, necesitamos conocerlos.
 El voltaje de Censor empezó a elevarse; pero no hizo funcionar la Puerta.
 – Son éstos. Y la voz pronunció: «Rey, Dama, Alfil, Caballo, Torre y Peón.»”

Clarke concibió el relato para ser escrito en el reverso de una postal, para pasar inadvertido, aislado. Para ser un cuento de camuflaje.

Podría estar escribiendo horas. Me vienen a la cabeza Boris Vian, Arrabal, el propio Asimov, Bernanrd Shaw, Amy Tan, Beckett, Woody Allen, Elias Cannetti, etc…Pero debo terminar de algún modo.

Pienso en Mikhaïl Tal, campeón del mundo, del que dicen que jugaba partidas de ajedrez de forma compulsiva las noches de torneo, y al cual no podían parar hasta que caía agotado. Podríamos llamarle el Síndrome Tal.
Y si tengo el Síndrome Tal? Mi hipocondría no me deja descansar.
Pienso entonces en la poeta Silvia Plath, y en un poema que me leyeron una vez y que empezaba del siguiente modo:
“All day she plays at chess with the bones of the world (…).”
(“Todo el día ella juega ajedrez con los huesos del mundo”).

Silvia Plath sufría un síndrome llamado Hipergrafía. La necesidad de estar continuamente escribiendo. También lo sufrieron Balzac, Poe y Virgina Woolf, de la cual tengo a mi lado la edición Orlando que me regalaron las pasadas navidades, con una pieza de ajedrez en la portada.



Quizá Tal simplemente sufría Hipergrafía, y como el ajedrez era el lenguaje en el que se sentía más cómodo, optó por escribir partidas de forma compulsiva.

Así que, dejo aquí la rama Gulliveriana, y opto por:
-          Ir mañana al médico a explicar que he sufrido un el Síndrome de Kotov literario que ha desembocado en una hipergrafia ajedrecística,
-          y terminar el artículo del mismo modo que el anterior (véase “El síndrome de Kotov” de Cooltura escacs).

Cooltura escacs
2-06-2019